26Abr2024

Asegura que volvería a irse de misión, pues fue esa la vida que escogió cuando se entregó a la fe.

Por: Jose Ignacio Piñango  |   20 Nov, 2021 - 2:47 pm

Gloria Cecilia Narváez, la monja colombiana secuestrada en Malí durante 4 años y 8 meses, recibía golpes, burlas e insultos a diario. En un sentido relato entregado este viernes en rueda de prensa, la religiosa contó, con la voz entrecortada y al borde de las lágrimas, cómo fueron los días en los que apenas lograba dormir y comer, porque, según dijo, «yo para ellos no valía nada, por ser mujer y por ser católica».

Fue secuestrada en febrero del 2017 por cuatro hombres armados con fusiles del Frente de Liberación de Macina, un grupo yihadista, que llegaron a la sede de las hermanas franciscanas, ubicada muy cerca de la frontera con Burkina Faso, buscando a otra religiosa más joven, pero ella, dice, se entregó porque era mayor y consideró que era su deber hacerlo. «Si usted quiere hacerle daño a alguien hágamelo a mí», le dijo al secuestrador. Allí empezó su odisea.

Malí, donde las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada tienen misiones para atender a mujeres y niños que viven en la extrema pobreza, es también un país sumido en la violencia. Sin embargo, cuenta Narváez, las hermanas nunca cerraban la puerta de la casa donde atendían a cerca de 50 bebés de entre un día y dos años de nacidos, pues siempre podía llegar alguien a quien ayudar.

Por eso, la noche cuando la secuestraron no hubo nada que detuviera a los terroristas que la montaron en una moto y se la llevaron, y que durante años la tuvieron amarrada con cadenas, recorriendo distintos países de la región del desierto del Sahara, donde apenas podía dormir y la mayoría del tiempo comía solo una vez al día.

Lo más duro para ella, cuenta, eran los insultos y amenazas que recibía. «Gritaban mucho, te vamos a matar, te vamos a matar», recuerda. Además, debido a su religión, las burlas e insultos eran aún peores, «es el islam, tú eres católica, eres un perro de iglesia».

Intentó escapar en tres ocasiones, pero nunca pudo lograr su cometido. De hecho, en una ocasión sus secuestradores la dejaron tirada a ella y a la francesa Sophie Petronin en la mitad del desierto, pero al no tener agua ni comida, ni saber a dónde ir, y con Petronin muy débil debido a la mala alimentación que recibían, decidieron esperar a los secuestradores que les habían dicho que volverían. Tres días después regresaron por ellas.

A diario escuchaban drones y helicópteros que los asediaban, y cada uno o dos meses cambiaban al jefe terrorista encargado de mantenerlas vivas. Mientras ella, recuerda, «escribía cartas a Dios con pedazos de carbón», donde pedía que no mataran a los jefes, que no le hicieran daño a nadie, ella solo quería paz.

En las calurosas dunas del desierto, incluso, le quedaba tiempo para recordar a Colombia y pedir entre sus oraciones diarias por el país. «En el desierto dibujaba el mapa de Colombia y decía danos Dios la paz», recuerda.

Su liberación la sorprendió, pues fue un día cualquiera cuando la montaron en un carro y «llegamos a este lugar y el jefe me dijo, aquí está tu libertad». Pero era en la mitad del desierto, por lo que Narváez, que solo atribuye a Dios el haber salido con vida de esa experiencia, le decía «jefe no me deje acá, sáqueme, aquí no tengo nada», pidiendo al encargado de su liberación que no la dejara en la mitad del desierto.

Y los secuestradores accedieron. La acercaron a un pueblo más hacia el sur, donde la vegetación era más verde y ya no se apreciaba tanto el desierto, y allí la soltaron. Lo primero que vio fue una base militar, fue allí cuando ya supo que era libre, el pasado 9 de octubre.

Era tal su desconexión con el mundo exterior, que cuando fue llevada al la Ciudad del Vaticano se sorprendió cuando le dijeron que debía vacunarse dos veces contra el virus del covid-19 para poder abordar el avión que la traería a Colombia. «La única noticia que recibimos fue una vez que el jefe volvió y nos dijo hay una enfermedad muy grave que está matando al mundo», agrega.

Hoy dice que no guarda rencor a sus captores (quienes fueron abatidos en un operativo entre seis países, apenas siete días después de la liberación de Narváez). «En mi corazón no hay rencor para ninguno de ellos», dice.

Asegura que volvería a irse de misión, pues fue esa la vida que escogió cuando se entregó a la fe, y ahora solo ora y ruega por la liberación de los siete secuestrados que aún están en manos de los grupos terroristas.

Con Información de El Tiempo

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