Una pila de basura es vista como la falta de un Gobierno que no se ocupa de los servicios públicos de la ciudad, pero otros ven una oportunidad de generar ingresos para mantener a su familia, actividad a la que muchas personas, principalmente jóvenes han recurrido por la falta de oportunidades y empleos.
Tal es el caso de Jonathan Figueroa, él es un joven de tan solo 26 años y sobre sus hombros pesa la obligación de mantener a su familia conformada por sus seis hijos y su esposa.
El día comienza para Jonathan poco antes de las 6 de la mañana, sale de su casa, ubicada en la avenida Libertador, encomendándose a Dios y signándose con el Nuevo Testamento que lleva consigo en unos de los bolsillos.
Lleva una carretilla para recoger de entre los desperdicios pedazos de plásticos y hierro para venderlos. Camina distintas calles y avenidas de la ciudad para conseguir un peso significativo de chatarra y plástico con lo cual conseguir llevar el pan a la mesa.
De vuelta lo esperan sus niños, que no entienden un «no hay, no se consigue» o la complejidad económica que atraviesa el país.
La gente lo mira sobre los hombros creyendo que es un indigente de la calle y hurga entre la basura para conseguir migajas para alimentarse, sin embargo, su aspecto indica todo lo contrario, ya que no anda mal vestido.
Para Jonathan la vida no ha sido fácil, tener que abandonar los estudios y meterle el pecho a la vida que ha tenido entre altas y bajas. «Hago las cosas sin meterme con nadie y encomendándome a Dios».
Explica que, al día con la venta de lo que consigue, recibe 20 millones, lo que hoy se traduce según la reconversión monetaria del 1 de octubre en 20 bolívares. «Me alcanza para un arroz, una harina y un kilo de sardina».
«En los chinos uno se esfuerza mucho para lo poco que uno recibe. Mi realidad es otra y la plata no da», relata Jonathan mientras revisa los desechos sólidos ubicados este lunes en la avenida El Ejército de Maturín.
En un día bueno lleva a su casa hasta 70 millones, monto que no cubre por completo la alimentación de sus niños, que están en etapa de crecimiento y necesitan de una buena dieta.
Jonathan explicó que desde hace mucho tiempo dejó de comprarle a sus hijos una lata de leche, alimentos y azúcar, puesto que los elevados precios de estos productos asfixian su bolsillo y lo que percibe solo alcanza para adquirir otros alimentos para el sustento del día.
«Hasta el domingo resolví la bendición en la casa porque llegó la bolsa del Clap. Ocurre cada tres años pero es un alivio», dijo.
Aseguró que cada bocado que sus hijos y mujer se llevan a la boca es un sacrificio, y lo mismo ocurre para la compra de una kilo de leche, «me llevaría toda una semana pero son cosas que hago cada vez que puedo, porque luego descuadro la comida del resto de los días».
El joven padre no pierde la esperanza de algún día lograr sus sueños, aunque ese propósito se vea materializado en sus hijos; quiere que sean abogados, médicos, contadores, entre otras profesiones.
«Yo quiero que ellos logren lo que yo no pude, que sean profesionales, trabajen y lleguen lejos», dijo Jonathan visiblemente conmovido.
La historia de Jonathan Figueroa es uno de cientos casos que se conocen a diario en las barriadas populares de Maturín. La gente acude a zonas boscosas que sirven de cementerios de carros y demás, para conseguir piezas metálicas que le sirvan para vender.
El kilo de chatarra tiene un costo de 500 bolívares, es decir 0,5 bs en la nueva expresión monetaria, mientras que el plástico lo compran en 450 bolívares ( 0,45), en efectivo. Esta modalidad de pago también les permite tener acceso a los productos alimenticios a un precio más bajo en los mercados.
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