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Salud

De padres exigentes a adultos inseguros: Cuando nada es suficiente. Por: Dr. Trino J. Gascón G.

De padres excesivamente exigentes no siempre surgen adultos exitosos; muchas veces surgen adultos heridos, que viven tratando de llenar vacíos invisibles con logros visibles

Jhoan Gutierrez
Redactado por: Jhoan Gutierrez
Publicado:27 mayo, 20255:43 pm
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De padres exigentes a adultos inseguros: Cuando nada es suficiente. Por: Dr. Trino J. Gascón G.

“Muy bien, pero pudiste hacerlo mejor.” Esta frase, aparentemente inofensiva, suele repetirse como un eco persistente en la mente de muchos adultos. Son palabras que, escuchadas reiteradamente en la infancia, siembran semillas de duda, insatisfacción y miedo al fracaso. La exigencia parental, cuando se desborda o se formula sin afecto ni validación emocional, puede convertirse en una pesada herencia emocional que condiciona profundamente la autoestima y el desarrollo personal de los hijos.

En consulta psicológica, no es raro encontrar adultos exitosos que se sienten vacíos, incapaces de disfrutar sus logros o de reconocer su propio valor. Personas que, pese a alcanzar metas profesionales, académicas o personales, siguen sintiendo que “no son lo suficientemente buenos”. Al indagar en sus historias, muchas veces emerge un patrón común: crecieron en hogares donde el amor estaba condicionado al rendimiento, donde el error no era una oportunidad para aprender sino una amenaza para la aceptación, y donde la aprobación se obtenía con dificultad, como un premio que siempre parecía estar un paso más adelante.

La raíz de la inseguridad: amor condicionado

Cuando el afecto de los padres está supeditado al desempeño —ya sea en la escuela, en el deporte, en la obediencia o en la imagen—, el niño aprende a asociar su valor personal con lo que hace, no con lo que es. En ese contexto, la autoimagen se construye desde la mirada del otro: “valgo si cumplo”, “merezco amor si soy perfecto”, “debo evitar decepcionar a toda costa”. Esta dinámica da origen a una profunda inseguridad emocional, una constante necesidad de validación externa y un temor paralizante al error o al rechazo.

Cabe destacar que no estamos hablando aquí de padres malintencionados. En la mayoría de los casos, se trata de adultos que repiten sin saberlo los modelos que ellos mismos vivieron. Padres que creen estar motivando, guiando o preparando a sus hijos para un mundo competitivo, pero que, sin proponérselo, generan heridas emocionales duraderas. La exigencia en sí misma no es negativa; de hecho, puede fomentar la responsabilidad, la disciplina y el crecimiento. El problema surge cuando se convierte en el único lenguaje disponible, sin espacio para la empatía, la escucha o la celebración del esfuerzo más allá del resultado.

Consecuencias en la vida adulta

El niño que creció bajo exigencias desmedidas muchas veces se convierte en un adulto perfeccionista, hipervigilante y autoexigente. Busca la excelencia no por satisfacción personal, sino por temor al rechazo o a la desaprobación. Le cuesta disfrutar del proceso, pues todo se convierte en una carrera por demostrar su valor. Siente culpa al descansar, duda de sus decisiones y se castiga con dureza por cualquier error.

En las relaciones interpersonales, este patrón puede derivar en dependencia emocional, necesidad constante de reconocimiento, dificultad para poner límites o miedo al conflicto. El adulto inseguro busca validación en sus parejas, jefes o amigos, reproduciendo la dinámica de infancia: el otro como juez, la vida como examen, él mismo como eterno deudor.

Paradójicamente, este tipo de adultos suelen ser vistos desde fuera como exitosos, comprometidos o “ejemplares”. Pero detrás de esa fachada se esconde muchas veces un profundo agotamiento emocional, una lucha silenciosa contra la ansiedad, la insatisfacción y el miedo al fracaso.

Romper el ciclo: del juicio a la comprensión

Sanar estas heridas implica, en primer lugar, reconocerlas. Muchos adultos pasan años sin entender por qué se sienten “insuficientes” o por qué necesitan sobre-esforzarse para sentirse merecedores. Al tomar conciencia del origen de estas creencias, es posible empezar a cuestionarlas y construir una narrativa más compasiva.

La psicoterapia es una herramienta valiosa en este proceso. A través del acompañamiento terapéutico, es posible resignificar el pasado, dar voz a ese niño interior que no fue visto ni validado, y desarrollar una autoestima más sólida y autónoma. Implica aprender a poner límites internos, a celebrar el proceso y no solo el resultado, y a ser padres amorosos de nosotros mismos, incluso si nuestros padres no supieron serlo.

Además, para quienes hoy son padres, esta toma de conciencia es una oportunidad para interrumpir el ciclo intergeneracional de exigencia sin afecto. Educar con amor no significa renunciar a los límites o a las expectativas, sino acompañar con empatía, reconocer el esfuerzo, aceptar el error como parte del aprendizaje y recordarles a nuestros hijos —con palabras y acciones— que los amamos por quienes son, no por lo que logran.

Un nuevo paradigma educativo y emocional

Como sociedad, aún transitamos hacia una visión más integral de la infancia y del desarrollo emocional. Durante décadas, se privilegiaron los logros académicos, la obediencia y la apariencia, dejando en segundo plano el mundo emocional de los niños. Hoy sabemos que el bienestar psicológico no se construye solo con méritos ni diplomas, sino con vínculos seguros, escucha activa y afecto incondicional.

Los niños que se sienten valorados, escuchados y aceptados tal como son, tienen más probabilidades de convertirse en adultos emocionalmente sanos, con confianza interna, tolerancia al fracaso y autonomía emocional. Es hora de pasar del paradigma del “nunca es suficiente” al del “eres suficiente tal como eres, y confío en tu potencial para crecer”.

De padres excesivamente exigentes no siempre surgen adultos exitosos; muchas veces surgen adultos heridos, que viven tratando de llenar vacíos invisibles con logros visibles. No se trata de buscar culpables, sino de generar conciencia. De aprender a mirarnos con honestidad, pero también con ternura. Porque sanar esas heridas del pasado no solo nos permite vivir con mayor plenitud, sino también construir relaciones más sanas, y criar hijos más seguros, libres y felices.

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