Las historias son muchas y aleccionadoras. Comencemos con la fotógrafa Kiana Hayeri que salió de Afganistán rumbo a Doha el 15 de agosto, después de trabajar durante siete años en este país. Centrada en la situación de las mujeres y los niños afganos. Las afganas tienen miedo, pero sobre todo desesperanza. Y lo cuentan en primera persona.
Esta ingeniera afgana de 42 años ha dedicado su vida adulta a trabajar por una sociedad civil y los derechos de las mujeres. Ahora ve en peligro todo por lo que ha luchado. Incluida su vida y la de su familia. Su caso es un ejemplo, entre millones, de las posibilidades que la derrota del régimen talibán por parte de Estados Unidos abrió para los afganos en 2001, y que ahora ven cerrarse sin remedio con los barbudos de nuevo en Kabul.
Los mayores avances de los últimos 20 años han sido la Constitución, la democracia, la libertad de expresión y de prensa, el trabajo de las mujeres fuera del hogar, y la libertad de movimientos de las mujeres.
Las mujeres a partir de los 10 años, ya no podían salir a la calle sin que las acompañara un hombre de su familia y sin cubrirse con un burka (el sayón que oculta el cuerpo salvo una rejilla a la altura de los ojos). Para ellas, estudiar, más allá de la escuela primaria (donde la hubiera), quedó prohibido.
Muchas vivían en casas muy modestas, sin comodidades y, a menudo, sobresaturadas con familias ampliadas por parientes huidos de zonas de combate. Con las niñas y mujeres de la casa a merced de los hombres para limpiar, cocinar y satisfacer sus apetitos sexuales. Sin ningún contacto con el exterior. No había Internet y los talibanes incluso prohibieron la televisión.
No era un régimen medieval, era un régimen cruel. Hasta en el medievo las mujeres pudieron ganarse la vida. Los talibanes, en cambio, les prohibieron trabajar fuera de casa. Con el agravante de que, para entonces, dos décadas de guerra habían dejado casi dos millones de viudas, que eran el único sustento para sus hijos. En la capital, entonces un villorrio de apenas un millón de habitantes, la mitad de las familias tenían al frente a una mujer.
Los políticos son políticos en todas partes. El régimen de apartheid que los talibanes imponían a las afganas dejaba fuera a las periodistas extranjeras, convertidas en una especie de hombres honorarios.
Fuera por convicción o por la situación de emergencia humanitaria que vivía el país, Muttawakil ofrecía un discurso presentable para Occidente. Admitía que las niñas tenían que ser educadas, pero «de acuerdo con los principios del islam». La misma coletilla que 20 años después repiten sus sucesores. Su interpretación de esos principios limitaba mucho el alcance de sus palabras.
Sea cuales sean las promesas de los talibanes hoy, esa es la sombra que planea sobre las afganas. La sociedad afgana había dado un vuelco en estas dos décadas: la escolarización de las niñas en primaria llegó al 80 % (desde un punto de partida cercano a cero), se redujeron significativamente los embarazos en adolescentes y un número sin precedentes de afganas se incorporó al mercado laboral. La Constitución democrática les reservó uno de cada cuatro escaños del Parlamento. Ellas, con su empeño, se han hecho con un 20 % de los empleos públicos, según datos recogidos por el Banco Mundial.
Las mujeres han hecho progresos extraordinarios. «Que la Constitución consagrara la igualdad de derechos entre hombres y mujeres nos ha permitido votar y ser candidatas, dirigir organizaciones oficiales y no gubernamentales, abrir empresas o dedicarnos a las actividades culturales», asegura antes de recordar que «todo eso se ha conseguido en las dos décadas pasadas; no existía con los talibanes».
Lo más importante de las últimas dos décadas fue que la Constitución consagrara la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Eso permitió que las mujeres participaran en la vida política, social, económica y cultural, algo que antes no era posible.
Ahora ha vuelto el miedo, sí, pero sobre todo la desesperanza. Prefieren morir intentando salir antes que vivir bajo el régimen talibán. Reconocen que el suyo es un país conservador, pero el rigorismo del que hacen gala los talibanes lo sienten ajeno a ellas. En algunas provincias, que se les exija ir acompañadas de un varón cuando salen de casa o que se les imponga el burka le resulta demasiado dolorosa. Es el esfuerzo de 20 años perdido. Pero ahora que conocen sus derechos, las afganas van a ser más difíciles de silenciar. Algunas valientes se han atrevido a pedir a los talibanes que las incluyan en su Gobierno. Están dispuestas a luchar desde dentro por mantener cada centímetro conquistado. Otras no pueden arriesgarse y trabajarán desde fuera. Todas luchan en su fuero interno contra la desesperanza que las invade.
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