
La historia nos lleva al crudo invierno de 1223, en el pequeño pueblo de Greccio, colgado de las laderas de las montañas de la Umbría italiana. Francisco de Asís, con el cuerpo ya cansado y la vista debilitada, sentía un fuego interno que el frío no podía apagar: quería ver, con sus propios ojos, la humildad del nacimiento de Jesús.
El santo italiano no quería un teatro, quería una experiencia. Llamó a su amigo Juan Velita, un noble local, y le pidió algo inusual: «Deseo celebrar la memoria del Niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera, con mis ojos, lo que sufrió en su invalidez de niño».
Eligieron una gruta natural en lo alto de la montaña. El aire olía a pino húmedo y a tierra fría. No hubo figuras de madera ni de barro; el «color» de este pesebre lo dieron los seres vivos.
Francisco estaba radiante. Vestía su túnica de lana basta, remendada, pero su rostro estaba iluminado por una alegría casi infantil. Cuando predicaba, no podía decir «Jesús» sin lamerse los labios, diciendo que el nombre le sabía a miel.
La escena era un contraste vibrante:
Aquella noche en Greccio no se trataba de lujo, sino de proximidad. San Francisco logró que el misterio de lo divino bajara a la tierra y se sintiera en el calor de un establo. La gente regresó a sus casas con una antorcha en la mano y el corazón encendido, llevando consigo la idea de que Dios no estaba lejos, sino en lo más sencillo y humano.
Esa noche, el frío de Italia se sintió un poco menos, y el mundo aprendió a montar un pesebre.
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