Antes de que muriera Isabel II ya Reino Unido tenía un futuro plagado de incertidumbres, que ahora se acentúan ante la pérdida de un personaje carismático, de gran personalidad y que supo enfrentar con equilibrio e inteligencia grandes retos. La nueva ministra del Reino Unido, Liz Truss, hizo un retrato en negativo, como una imagen a la inversa de la realidad del país que deja detrás de ella la monarca fallecida y llorada. “Fue la roca sobre la que se construyó la Gran Bretaña moderna. Nuestro país ha crecido y florecido bajo su reinado”, afirmaba Truss ante la puerta del 10 de Downing Street, que apenas había atravesado ella misma 48 horas antes. “En las duras y en las maduras, la reina Isabel II nos proporcionó la estabilidad y la fuerza que necesitábamos”, concluía la política conservadora.
Truss con el mero apoyo de 81.000 afiliados del Partido Conservador, logró hacerse esta semana con el destino de 67 millones de británicos, le ha tocado la grandeza ―o la condena― de ser la primera ministra que pone fin a la “segunda era isabelina” y da comienzo a una nueva “era carolina”, que coincide con el inicio de una recesión económica, con una crisis energética descomunal, una inflación galopante y un 78% de los británicos, según la empresa YouGov, completamente decepcionados con la idea de que vaya a ocupar Downing Street.
Afortunadamente para ella, el verdadero desafío de los días venideros no recaerá tanto sobre sus hombros como sobre los de un hombre que lleva más de siete décadas preparándose para ser rey, y aun así no ha terminado de diluir el escepticismo que sobre su capacidad tienen muchos ciudadanos.
Carlos III ha ascendido finalmente al trono con un índice de popularidad del 42 %, también según el seguimiento que mantiene YouGov desde hace años. Muy por debajo del 75 % que tenía Isabel II, pero también del 66% del que disfruta su hijo Guillermo. Ya ha quedado definitivamente solventado el dilema que alimentaron sin cesar muchos de los tabloides británicos al enfrentar la imagen moderna y pulcra del segundo en la línea de sucesión con la de su padre, y sugerir la posibilidad de un salto generacional que hiciera rey al duque de Cambridge por delante de Carlos.
La normalidad constitucional se ha impuesto, pero el nuevo monarca, acostumbrado a ser polémico y provocador durante décadas, debe conquistar todavía las reticencias de muchos británicos, que lo miran con recelo desde aquellas trifulcas sonrojantes con Lady Di. Y que no admiten todavía que Camila, la tercera en discordia en aquel matrimonio desdichado, haya pasado a ser la reina consorte, a pesar de que se cumplan así los deseos expresos de Isabel II con respecto a su nuera.
Carlos III, que en los últimos meses había reemplazado ya a su madre en las tareas más institucionales y simbólicas de la Corona ―fue él, por ejemplo, quien leyó el Discurso de la Reina en la apertura solemne del Parlamento en mayo―, juega con una baza importante. Sabe, y así lo ha expresado, que como rey deberá ejercer una escrupulosa neutralidad que no respetó como príncipe, pero también los británicos saben que conoce y le preocupan los problemas de su tiempo, como la amenaza del cambio climático o el deterioro de los centros urbanos. Carlos III puede ser un monarca cómplice para un Gobierno que tiene por delante la descomunal tarea de evitar un invierno de pobreza y descontento.
“Estoy seguro de que los valores de Isabel II serán sostenidos por su amado hijo Carlos, nuestro nuevo rey”, ha dicho en su reacción oficial al fallecimiento de la monarca el líder de la oposición laborista, Keir Starmer. Apenas una frase en una larga intervención dedicada a elogiar la figura de la reina. Un modo de mostrar su respaldo, pero con la condicionalidad de situar a Carlos III frente al espejo de su predecesora.
No hay modo de establecer comparaciones porque toda la prensa inglesa solo habla de Isabel II: “Era una mujer absolutamente central en Gran Bretaña para entender nuestro propio sentido, para entender quiénes somos”. Se ha ido definitivamente cuando el Reino Unido ha roto irremediablemente amarras con el continente europeo, Escocia amenaza con agitar de nuevo el fantasma del secesionismo, Irlanda del Norte resucita sus reyertas internas ante la cercana posibilidad de una reunificación de la isla, los países de la Commonwealth que la difunta reina hizo tanto por cuidar se sienten cada vez menos vinculados a una idea política que tiene escasa efectividad y muchos recuerdos colonialistas no enmendados.
Liz Truss, como todos los nuevos primeros ministros, ha entrado en Downing Street con un discurso adanista en el que promete planes audaces para rescatar la economía del Reino Unido y devolver al país la grandeza que los conservadores, en esa nostalgia que trajo consigo el Brexit, se empeñan en recuperar. Paradójicamente, ha sido un hecho ajeno a ella y de dimensiones históricas incalculables ―el fallecimiento de Isabel II― el que ha propiciado que el Reino Unido entre en una nueva era. Y los ojos de millones de británicos se concentrarán, antes que en la primera ministra, en el nuevo rey y la era que inaugura.
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