
En menos de veinte años, los smartphones y las redes sociales han redefinido las coordenadas del espacio público, transformando las relaciones, la comunicación y el acceso a la información.
Desde 2009, el año de la explosión de los smartphones, miles de millones de personas viven sumergidas en ecosistemas digitales diseñados no para el bienestar individual, sino para maximizar los beneficios empresariales mediante la mercantilización de los datos personales y el uso de técnicas psicológicas sofisticadas.
Un estudio académico citado por El País identifica dos dinámicas centrales: los datos personales como principal recurso económico del siglo y el empleo de mecanismos de recompensa inmediata para prolongar la exposición a las pantallas. La concentración del poder digital en manos de pocas multinacionales plantea interrogantes sobre la neutralidad de servicios capaces de imponer reglas globales y construir un entorno informativo más atractivo que los medios tradicionales.
Las arquitecturas de las plataformas replican mecanismos de recompensa instantánea a través de «likes», emoticonos y el desplazamiento infinito de contenidos, función que su mismo inventor ha definido posteriormente como “cocaína conductual” por su capacidad de activar la liberación de dopamina.
La inteligencia artificial analiza cada comportamiento para construir perfiles psicológicos detallados, identificando vulnerabilidades emocionales y cognitivas para explotarlas y aumentar el tiempo de permanencia online. La comunicación favorece la brevedad, el espectáculo y los contenidos audiovisuales, mientras que las notificaciones continuas comprometen la capacidad de concentración y reflexión.
Los adolescentes pasan entre seis y ocho horas diarias en entornos virtuales diseñados para maximizar los beneficios, no para proteger su desarrollo cognitivo y emocional.
Las plataformas favorecen contenidos extremos que provocan emociones intensas, priorizando narrativas simplificadas frente a información verificada y debates profundos.
El sistema crea burbujas ideológicas que refuerzan creencias preexistentes, dificultando el intercambio y alimentando divisiones y radicalismo. El predominio de las opiniones sobre los hechos y el espectáculo sobre la razón genera una cultura poco propensa al pensamiento crítico y a la verificación de las fuentes.
La normalización de la desinformación como estrategia comunicativa representa una amenaza directa al periodismo profesional, la educación y las instituciones democráticas. Las investigaciones documentan dos consecuencias prioritarias: el deterioro de la salud mental de los adolescentes, con un aumento del 145% de los casos de depresión grave entre las chicas entre 2010 y 2021, y la erosión progresiva de la convivencia social.
Por lo tanto, se hace urgente construir una nueva pedagogía educativa capaz de proporcionar a los ciudadanos, especialmente a los más jóvenes, herramientas para descifrar los mecanismos simbólicos y económicos del espacio digital.
Vía: Versión Final
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